domingo, 17 de octubre de 2010

Andar.

El sol era eterno, tan eterno que mi cuerpo no proyectaba sombra sobre la árida arena. Ni tan siquiera los solitarios olivos de aquella dehesa andaluza eran capaces de oscurecer la tierra.

Noté como mis piernas caían en el aire. Sentí que caía por un acantilado, pero tan sólo fue un metro.

Sí, he vuelto a caer, lo sé, pero después de resoplar volví a levantarme y a estirar la cabeza para ver ese sol eterno.

"Decimoquinta vez que me caigo" calculé con los dedos.

Habrá una próxima vez... y volveré a levantarme.
Llevo tatuado en mi piel la meta: no perder el norte.

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